RUPESTREANDO (BORRERAS, SALAS) – 7 HABITANTES
Arturo Gallego es libre. Con la libertad que da no necesitar mucho para vivir y vivir de lo que uno ama. Él y su compañera, Patricia, han dado vida nueva a Borreras, en la Sierra de la Traviesa, un pueblo que llegó a estar deshabitado hace una década
OCTAVIO VILLA
Borreras corrió el riesgo de quedarse deshabitado hace poco más de una década. La historia es clásica de todo el rural asturiano. Tuvo 70 habitantes no hace tanto, en diez casas, y se fueron yendo. En 2009, el último ocupante de la casa vecina a la que ahora habitan los madrileños Arturo y Patricia junto con sus hijos, Iris y Leo, «cerró la puerta por fuera y se fue a una residencia. Y el pueblo se quedó vacío unos meses», hasta que Arturo y Patricia finalizaron la rehabilitación de una casa que «habíamos encontrado en El Cero por casualidad» y se instalaron allí.
Dos plantas de 50 metros cuadrados, un hórreo usado como hórreo, un taller para la artesanía y un poco de huerta eran lo necesario para que la pareja, que de aquella frisaba los 35 e iba a tener su primer hija, encontrase «lo que buscábamos: la autosuficiencia, la autogestión, aprender de los mayores y vivir una vida en la que sea tan importante una lechuga como la situación del mundo».
Nació Iris, en 2010, y fue el primer nacimiento en Borreras en varias décadas. Hoy, ella y su hermano, Leo, de tres años, son dos de los cuatro niños de la Sierra de las Traviesas que a diario bajan al colegio de Cornellana. Mientras tanto, Arturo y Patricia se fueron construyendo un mundo. Él, guiado por el ejemplo de su madre, había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid. Ambos habían escapado «de la gran ciudad, me da igual Madrid que cualquier otra», y buscaron su lugar en el mundo «en Asturias porque en Cantabria ya había estado de niño muchas veces y en Galicia conocía más gente. Quería empezar de cero». Primero trabajó un año «en el monte, en Cangas del Narcea», en el pueblo de Tremao. Allí trabó íntima relación con la piedra de pizarra. Con la madera de castaño usada en antiguos edificios. Con lo que ofrece la naturaleza: «En Asturias hay muchos recursos; otra cosa es que se aprovechen». Y fue uniendo su formación en artes y oficios con la vocación de «homenajear a la arquitectura popular, a las personas que la construyeron y a los materiales», explica Arturo mientras con un cepillo de alambres recupero las texturas de la madera que luego tratará con aceite de linaza y cera de sus propias colmenas reducida con aguarrás. Sobre esas tablas, algunas incluso con auténticas tallas tradicionales, monta sus obras pictóricas sobre pizarra, que aporta una interesante sensación de volumen. Esa es la base, que luego se traduce en cuadros, en termómetros, portavelas o sencillos imanes artesanales para la nevera «que me conectan con todo el mundo, porque son de lo que más sale en los mercados tradicionales» como el de artesanos que se celebra en Gijón cada mes. O los veraniegos de Ribadesella o Porrúa, o la fiesta de La Ascensión, en Oviedo, «o la de artesanía de Navidad, que espero que este año se pueda celebrar».
Reparten su tiempo entre la preparación de las piezas («no obras», dice Arturo, que se considera «más parecido a un alfarero que hace muchas piezas que a un ceramista, que las hace únicas». Discrepo. Verle trabajar es ver a un artista, no solo a un artesano. Y escucharle reafirma la sensación: «Podría producir en serie, pero no se trata de eso, no me vendo por ganar unos miles de euros». «Pero podrías, ¿no?» «Sí, pero prefiero pensar que en cualquier momento me puedo ir de viaje y trabajar en cualquier esquina del mundo y ganar lo suficiente para seguir adelante, y conocer a las personas, más que a los monumentos».
Hoy, Arturo y Patricia son felices. Borreras ha recuperado algún habitante más. Incluso, con la pandemia, los padres de Arturo se han venido al pueblo. Cuidan su huerta, hacen su sidra, se han construido su propio horno de pan, tienen gallinas y, día a día, ven amanecer y anochecer con una sonrisa. Una vida buena.