Foto: El palacio de González Cutre, en Prado. / O. Villa

Arvia. Cuando el godo Sisebuto fundó el monasterio de San Juan de Amandi, en el año 634, Caravia se llamaba Arvia. Tierra del primer castro identificado, ofrece vistas increíbles y arenales deliciosos

OCTAVIO VILLA

Es muy prestoso llegar a Caravia desdeParres por el alto del Fito. Despacio, como se degustan las buenas rutas, al superar el puerto la rasa costera, salpicada de montes, y la mar salvaje, esmeralda y azul, moteada de playas largas y evocadoras (La Espasa, La Beciella, el Arenal de Morís), ofrecen unas vistas tan impresionantes que el viajero tiene la tentación de volar hacia ellas. Craso error, porque el propio alto esconde sus secretos.

Entre ellos, uno que habla de que los antiguos también supieron entender bien el valor de atalaya que tenían las laderas norte del Sueve. Cantaban desde tiempos indeterminados los caravienses esta copla, recogida en 1919 por Aurelio de Llano Roza de Ampudia y de Valle, caballero de la orden Civil de Alfonso XII y de la Real Academia de la Historia en ‘El libro de Caravia’:

‘Vale más picu’l Castru
con sus argomales,
que tou Ribesella
con sus arenales’.

La memoria popular hablaba de un lugar a medio camino entre lo histórico y lo mágico, y por mor de la transmisión oral, lo que había sido un castro antes de la llegada de Roma se convirtió entre los vecinos en un supuesto ‘palacio de los moros’. Cuenta Aurelio de Llano que «alrededor del pico hay una terraza (…) que llaman los vecinos ‘el corredor de los moros’, porque según la leyenda hubo (…) un hermoso palacio habitado por los moros (…) Un día subieron al pico del Castro varios guerreros y obligaron a huir a los habitantes del palacio, pero antes de irse escondieron en una de las habitaciones subterráneas una cadena de oro (…) que en la mañana de San Juan la limpian las princesas que están encantadas bajo el cristal de las fuentes vecinas».

La leyenda y los cantares instaron a «varias personas del concejo a hacer someras excavaciones en busca de tan valiosa alhaja». Y el 22 de agosto de 1917, «en la ladera meridional de la terraza, dimos un corte al terreno y el resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pudimos comprobar la existencia de una fortificación prehistórica», relata Aurelio de Llano.

Esa fortificación era un castro, el primero en identificarse como tal en Asturias. Castro defensivo y estratégico por su control de la costa, como el cercano de Moriyón sobre la ría de Villaviciosa. No apareció la cadena de oro encantada allí, pero sí, por ejemplo, una fíbula con forma de caballo que hoy es una de las piezas señeras del Museo Arqueológico de Asturias.

Fue Caravia la Arvia de los godos antes de que llegasen los moros. La recuperó Pelayo en 722, y Doña Urraca, en 1113, la dio en feudo al obispo de Oviedo. Fernando II formaría con ella un alfoz, y en 1517 Carlos I la eximió de tributos al Obispado y al Cabildo de Covadonga. Y hoy exhibe palacios como el de González Cutre, del siglo XVII, en el inicio de la bajada hacia el Arenal de Morís desde Prado, casas de indianos como las de la familia Prieto y otras reminiscencias del pasado como la estela de Duesos, que hoy se levanta junto a la iglesia parroquial junto a un texu, testigos de una época castreña muy romanizada y con similitudes que la vinculan a estelas y decoraciones en cerámica de Las Regueras, Salas, Lena o El Franco.