VAQUEIRO, HOSTELERO Y MAESTRO DE COCINEROS, DINAMIZADOR SOCIAL, FARMACÉUTICO, JUEZ DE PAZ, CONCEJAL. MALLEZA (SALAS) – 203 HABITANTES
Paulino Lorences es más grande que lo que deja ver. Una vida es poco para todas las que ha tenido. En París, en Oviedo, en Salinas, en mil viajes. Alguien tan abierto, tan social, pasó a solas el primer confinamiento en un piso. Hoy ha vuelto a Malleza. Y a la vida
OCTAVIO VILLA
Te recibe sonriente y «sin fociquera, como la llamamos los vaqueiros», porque «en el campo no hace falta», junto a su buzón amarillo, en la muy centenaria casa familiar. Es Paulino Lorences, el de Malleza. El de la casa de comidas Al Son del Indiano y el Chigrín de Malleza. El que fuera concejal de Cultura de Salas, juez de paz, maestro de cocineros en la Escuela de Hostelería de Oviedo, funcionario en la embajada de España en París durante 20 años, farmacéutico en Malleza, maestro de ceremonias de los vaqueiros en Aristébano y, sobre todo, un asturiano realmente universal, «hijo de vaqueiro y de xalda» y nieto de una mujer por la que él decidió dejar su último empleo para cuidarla tres años, hasta «los 102 y medio» en la casa. Esa casa «que no es solo un inmueble, que tiene vida propia y te acoge o no».
Cuando la abuela falleció, Paulino, que llevaba en Malleza desde su primera vuelta, en 1988, decidió irse a un piso en Salinas. Un lugar «llano y agradable», de vocación urbana y relajada. Y allí, solo, porque su pareja, el peruano Erick Quevedo, estaba entonces en Lima, le retuvo el primer confinamiento. «Fueron tres meses muy duros. Ni la terraza, ni nada», así que «convencí a Erick, que nunca había vivido en ninguna ciudad más pequeña que Valencia, de venirnos a Malleza».
El retorno no pudo ser mejor. «Malleza me resucitó tras pasar el primer confinamiento en un piso, e igual que cuando cuidaba a mi abuela sobreviví gracias a mis vecinos, ahora he rejuvenecido gracias al pueblo», indica Paulino, secundado por Erick, que rezuma entusiasmo «por cómo se siente el silencio aquí. Nunca lo había notado en la ciudad. Aquí me he encontrado con un mundo más tolerante, más apacible, con menos líos internos y en el que se reflexiona mejor. Y en donde hay pequeños detalles, como segar nuestro jardín o recoger leña para nuestra cocina, que le dan otra dimensión a la vida».
«Ateo, masón y republicano», Paulino te suelta mientras prepara café de pota en una cocina de carbón que «la Iglesia intentó juzgarme por volteriano, pero perdió»… y te descoloca. Dicho lo cual, añade: «Voy mucho al cementerio, donde nos encontramos los vecinos poniendo flores a los nuestros» y reforzando lazos. Malleza, apodada ‘La Pequeña Habana’ por sus muchas casas de indianos, sigue siendo pujante, con industria chacinera, hostelería, dos tiendas y hasta una farmacia (que en su momento gestionó Paulino «aprendiendo más viejos remedios que nueva botica»), pero ha sufrido también el impacto de la covid de forma paradójica: «Hoy (el viernes) hace un año que estamos sin consultorio médico, que hasta el confinamiento tenía médico y ATS y abría todos los días para atender a Malleza, Mallecina, Linares y Priero. Siempre hubo médicos de larga estancia, como Celia, que estuvo veinte años, y Fernando, que lleva diez y ahora está en Salas en comisión de servicio».
Malleza lo recibió de vuelta con los brazos abiertos, muy consciente de su papel de «dinamizador social. Cuando estaba en Salinas, siempre me preguntaban cuándo iba a volver». Ya instalados, la normalidad: «Es muy habitual que quien baja a Salas o a Pravia haga compra para varios vecinos, o esos pequeños trueques, no sé, de huevos o de berzas, que no siempre son con retorno inmediato. O algo que a Erick le sorprendió, que es cómo los vecinos llegan a casa, abren la puerta que nunca está cerrada, se sientan y te piden un café directamente».
Eso ayuda mucho, igual que haber vendido Al Son del Indiano o los ingresos de Erick como fotógrafo, como inversor en bolsa y como vendedor «al por mayor y por menor de artesanía del Perú», pero también supone un alivio «vivir en una casa de 400 metros cuadrados, con dos paneras (una, una biblioteca/hemeroteca plena de curiosidades, como un ejemplar de ‘Liberation’ con la cabecera impresa en tinta de oro, la otra un museo etnográfico con joyas dignas del Arqueológico de Oviedo) por la que solo pagamos 32 euros anuales de IBI». O darse el gustazo de tener tres patos y una plantación de jazmín. Y alejar la covid.