PANADERÍA SANTILLÁN (SANTILLÁN, AMIEVA) – 14 HABITANTES
Ana Labra se pasó años gestionando subvenciones ganaderas por el Oriente, trabajando para Caja Rural y para Cajastur. Hoy es la sucesora de su madre al frente de la panadería que, desde Santillán, cubre las necesidades de los vecinos de Amieva y Ponga
OCTAVIO VILLA
Son una sonrisa. Ana Labra y su madre, María José Fana, son la alegría personificada. Regentan hoy la panadería Santillán que hace 14 años adquirió su padre y marido, que trabajaba para el anterior propietario. El negocio, en sí, es clásico. Un obrador con un excelente horno de leña manual con capacidad para «más de 300 barras». Y para empanadas, boroñas preñadas, repostería variada que introdujo Ana después de dejar sus trabajos bancarios, «y asados por encargo, de todo tipo». A ello suman dos furgonetas con las que María José recorre «siete u ocho pueblos todos los días del año» y Ana «al menos once localidades». Entre ambas y dos autónomos que compatibilizan la labor de panadero con sus propios productos, cubren la totalidad de Amieva y Ponga, además de dar servicio a varias tiendas de Cangas de Onís.
Visitan a prácticamente todos los vecinos de Amieva y Ponga. Con diferencia, los dos municipios con menor densidad de población de Asturias, y a la cabeza de los más envejecidos. «Hacemos de agencia de transportes, de panadero, de farmacia –la botica del concejo está pegada a la panadería, y son Ana y María José las que llevan los encargos– de kiosko y hasta de animadores sociales para muchas personas mayores que no se mueven de casa». Porque su visita, en algunas partes, es lo único que rompe la monotonía de la mañana en unos pueblos de los que hasta hace nada se escapaban los jóvenes y a los que la pandemia de la covid, paradójicamente, ha dado nueva vida.
«El confinamiento ha hecho que mucha gente se haya decidido a volver al pueblo, de fin de semana o incluso a vivir, aunque todavía no sabemos si es algo definitivo o circunstancial», explican Ana y María José a la par, mientras por la panadería pasa, tímido y dulce, Luis, el hijo menor de Ana. «Si es por mí, espero que mis dos niños estudien y puedan ser lo que quieran, porque la panadería es dura, por los horarios y porque abrimos todos los días del año», dice su joven madre. Los niños van al colegio a la cercana Cangas de Onís, porque los 586 habitantes censados de Amieva no dan para que haya una escuela. Y en la mirada de Ana se adivina que le gustaría tener a los nenos más cerca: «Si la gente que ahora está viniendo más se decidiese a empadronarse…». Más allá de la incertidumbre, con todo, el inconveniente de siempre en las zonas del sur de la región: «Nos falta una buena cobertura de telefonía móvil y de internet. Sin eso, es difícil».
Y a continuación recibe con una amplia sonrisa a una de sus vecinas y clientas. Que no tiene prisa. Que se sienta a observar cómo se desarrolla la conversación con la pareja de periodistas. Se toma un café e interviene de cuando en cuando. Charla con otros clientes que también se toman su tiempo. «Hasta hace poco, el bar del pueblo estaba cerrado, y hacíamos nosotros de centro de reunión». La experiencia hace ver que lo siguen haciendo. Otro cliente se para en el quicio de la puerta y, a contraluz de un mediodía muy soleado, le espeta a María José una sola palabra: «¡Cecina!». «¿Le digo a Javi?», responde ella. «Sí», es la escueta respuesta. Con solo eso, ella ya sabe que la próxima vez que ese viajante pase por Santillán tiene que reservar una cantidad concreta de una pieza precisa de cecina. Es lo que tiene conocerse tanto. Otro parroquiano habla de la caza del jabalí mientras María José aprovecha el calor residual (a mediodía, las grandes losas internas del horno aún lo mantienen a 286 grados) para hornear dos grandes empanadas, con la puerta abierta: «Si las hiciésemos con el pan, sería con la puerta cerrada, por la humedad que tiene la masa». Trucos del oficio.