VILLARCAZU (PILOÑA) – 15 HABITANTES
Esta joven ingeniera forestal cambió el barrio de La Calzada para irse a vivir con su pareja a una aldea de Piloña y dedicarse a la apicultura
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Alba Latorre (Gijón, 1993) abandonó hace cinco años el barrio de La Calzada para instalarse en la aldea de Villarcazu (Piloña), de quince habitantes, con su pareja. «Él también es de Gijón. Aquí, en el pueblo de su padre, teníamos casuca y terreno, así que decidimos ir a buscarnos ‘el bujío’ en el medio rural. Vimos una oportunidad para hacer lo que nos gustaba. Tenemos colmenas, oveyes y una yegua. En el pueblo la vida es dura, pero muy gratificante, y no lo cambiaría por nada. No volvería al asfalto», afirma rotunda esta ingeniera forestal, que, tras cursar el grado en Mieres, vio «cómo se iba marchando fuera, incluso de España, gente con la que había estudiado y los que se criaron conmigo en el barrio. Yo nunca me lo planteé, ni mi pareja tampoco. Siempre fui muy de aquí, quería quedarme y la posibilidad de irme a vivir a un pueblo me encantó. Tal como están las cosas hoy es un acto revolucionario. Pero algo habrá que hacer para que cambien. Creo que los jóvenes tienen una oportunidad en el campo», opina con la misma seguridad.
Alba ha visto en las colmenas que hasta ahora mantenía para autoconsumo el estímulo para lanzarse a la empresa de iniciar su propia explotación apícola. Hace algo más de un mes que comenzó los trámites de «un papeleo que es complicado y largo. Todo son trabas. Es un problema tanta burocracia». Espera una ayuda a la iniciación en esa actividad y eso también es tiempo, que retrasa sus planes, explica: «Quiero empezar cuanto antes, porque solo tenemos nueve colmenas y mi idea es apoyarme en ellas para reproducir e intentar llegar al objetivo de que en unos años pueda ser rentable».
La amenaza de la avispa asiática o la posibilidad de que la climatología ponga en peligro a sus enjambres («si hay lluvia no hay flor y se mueren de hambre») justifican su inquietud. Son dos problemas, con los que va a tener que lidiar como apicultora, pero no la echan para atrás. Junto a la miel y la cera, cuenta que también el polen o el propóleo tienen salida en el mercado y las propias abejas, los núcleos: «Se venden como un brañáu d’oveyes». En la aldea tienen además una pequeña huerta. «Para nosotros, porque nos gustaría buscar la autosuficiencia». Aunque criada en un entorno urbano, desde pequeña sus padres la llevaban de monte y visitaba el pueblo natal de su abuelo en la Sierra de Francia salmantina («antes de venir a Asturias cuidaba cabres»). En Villarcazu «los servicios de una ciudad a veces se echan de menos. Pero me tira más poder ir a la montaña de enfrente. Aquí hay que trabayar, claro. A cambio te ahorras el gimnasio», añade entre risas.
Defiende «el bien que hace a la sociedad la gente del campo: la abeja mantiene el ecosistema, la’‘reciella’ (ganado menor) limpia el monte, se favorece la economía local frente a la actual forma salvaje de consumir». Y la calidad cotidiana que ha elegido: «Llevo toda la vida respirando les chimenees de Aboño y Arcelor y aquí estamos genial. Despertarse y oír los pajarinos según va saliendo el sol ye impagable».