El bramar de las olas. La mar dio a luz a Cudillero y el espíritu pixueto no se entiende de espaldas a ella. De ella ha vivido y por ella volvieron los indianos que le dieron su pátina de refinamiento
OCTAVIO VILLA
Del nacimiento de Cudillero hay algo que está claro. La mar y los acantilados, que no dejan de ser obra de su perpetuo batir contra la tierra, son su madre y su padre. Faros como el de La Garita, hoy convertirdo en un coqueto mini-hotel en uno de los lugares de privilegio de la villa, o como el impresionante, por ubicación, de Cabo Vidio son los nexos de unión de mar y tierra en un concejo que durante siglos echó a sus hijos a las olas para arrancarle el sustento o, yendo mucho más allá, para dejarse por miles la vida al otro lado del océano.
Algunos, pocos, tuvieron fortuna y, cuando volvieron de allende la mar, contribuyeron a embellecer su tierra de origen con casas y aún palacios que hoy llamamos ‘indianos’.
Pero las obras de los hombres, aún el magnífico palacio de Los Selgas en El Pito, magna obra que encierra una notable colección artística y lo mejor de los dos conceptos de la jardinería europea más triunfantes, el jardín inglés y el francés, en una sola y anonadante finca visitable en la época más turística, sin olvidar su homenaje a la instrucción pública del final del siglo XIX.
Pero si algo impacta de Cudillero, más allá de la obra de los hombres, es la de la mar. El Cabo Vidio se adentra en ella en constante pugna, y desde una altura vertical hasta lo imposible coloca al visitante frente a su propia esencia. Lo enorme y lo minúsculo, cada segundo y todos los siglos se hacen uno en el silencio interior frente al bramar de unas olas lejanas y casi omnipotentes, que desde muy abajo crean por momentos la ilusión de ser hermanos de las gaviotas.
Esa mar también es la madre de la playa más fiel a su esencia primigénea de toda Asturias, la del Silencio o la playa Gaviera. Sus formas imposibles de rocas a veces acariciadas y otras torturadas por el embate de las mareas hacen que el asombro sea tan intenso que la respuesta más auténtica al verla por vez primera sea precisamente lo que le da su primer nombre. Un silencio impresionado, fruto de la carencia de léxico para hacerle justicia.
Esa belleza inhumana de los paisajes extremos de Cudillero no ha tenido poco que ver en que el concejo con la villa quizá más singular de Asturias haya entrado en la red de los Pueblos Más Bonitos de España, un título que le hace escasa justicia a semejante compendio de belleza y pasmo.
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