La estela de Coaña, muy cerca del castro de El Castelón. / E. C.
Padre río, madre ría. El Navia conforma el espíritu de una comarca que tuvo en la mar y la minería del oro su razón de ser. Los castros atestiguan ese pasado en un concejo que mira al futuro
Coaña es sinónimo de castro prerromano. El Castelón o Castro de Coaña es el más popular de todos los de Asturias, desde una atalaya desde la que se controla –y se controlaba hace 25 siglos– el lugar donde la ría del Navia pasa a ser el río Navia. Esa madre de civilización, ese padre que se adentra en la tierra y la recorta en los espectaculares paisajes de Coaña, de Boal, de Villayón, de Illano, de Pesoz, de Grandas de Salime, donde el otro gran castro de la región también vigila de cerca el curso fluvial. Padre y madre Navia permitieron la explotación de minas de oro y otros metales y minerales y el transporte con barcos de cabotaje a otras tierras.
Obligaron también, por eso mismo, a que los antiguos coañeses, muchos de ellos expertos orfebres y guerreros, se encastillasen en sus castros para defenderse, aunque finalmente Roma tomase posesión de estas tierras y las convirtiese en parte de la República primero, y luego, del Imperio. A los pies de El Castelón, monte abajo, la de Porto se conforma como una vega feraz y hermosa de plantaciones de fabes y aguacates. Un espectáculo para la vista en cualquier época del año. Cuenta el arqueólogo José María Flórez, que en 1877 excavó el castro de Coaña, que Porto, hoy kilómetros ría adentro, fue un auténtico puerto de mar, comercial, para los coañeses romanizados.
Esa puerta al mundo dio pie a una aculturación progresiva, a una integración no siempre pacífica. Y la cuenca del Navia, tan encajada entre montes de empinadísimas pendientes, siguió imprimiendo carácter a sus pobladores. Cuentan, de hecho, una anécdota muy probablemente apócrifa, los habitantes de Villacondide y los de Porto. Cuando se escucha desde el pequeño puerto similar a un palafito de madera que hoy se levanta en el meandro del Navia en Porto, cobra más sentido y, cuando menos, allí resulta muy evocadora. Dicen los coañeses que los ferreiros de aguas arriba del Navia se enteraron a mediados del siglo XIX de que por el río se iba a traer una máquina para fabricar clavos de hierro en serie, desmontando así buena parte de su labor con una competencia industrializada. En plena efervescencia gremial y en defensa de su modo de vida, los ferreiros habrían bajado de los territorios más montaraces del Navia hasta la vega de Porto y, allí, interceptaron la barcaza que traía la máquina de vapor inglesa o del demonio, que debía ser lo mismo, y arrojaron ésta por la borda al fondo del padre Navia, al seno de la madre Navia.
La historia puede no ser cierta, pero cuando desde la ribera coañesa del Navia en Porto uno mira al requiebro en el que las aguas dejan de ser saladas, cuesta no intuir en el fondo, quizá vigilados por unas xanas occidentales, los restos del naufragio.
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