LAURA IBARRA. AGRICULTORES – VALLE-ZUREA (LENA) – 23 HABITANTES
Campesina. A punto de terminar sus estudios de arquitectura, se fue a una comunidad rural en el Pirineo navarro y desde hace diecisiete años vive en una aldea del valle del Huerna cultivando productos ecológicos. Ha publicado un libro en el que relata su día a día en el campo
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Son las once de la mañana y Laura Ibarra hunde la fesoria en la tierra abriendo surcos para enterrar plantines de puerros. De vez en cuando, alza la vista a las nubes oscuras que cubren la Pena Chago sobre Valle, la aldea en la que vive hace diecisiete años. Apoyada en el palo de la azada, mira con cierto recelo y responde con monosílabos. Es época de siembra y allí donde una sensibilidad urbana percibe un remanso de paz se disputa una carrera contra reloj en la que cada minuto cuenta. Lo expresa bien esta agricultora en una de las reflexiones con las que acompaña la oferta de reparto semanal a sus clientes en las redes sociales: «Ya está casi llena de cultivos esta tierra, también las otras, y seguimos avanzando poco a poco, a veces adelantamos al tiempo y a veces es él quien nos adelanta, pero su ritmo nos deja igualmente boquiabiertas, simplemente, porque se mueve. Como la vida nuestra». Se incorpora para reanudar la conversación y su primera frase completa alude al otro tiempo, el que lleva aquí: «¿Si me costó integrarme? Sigo sin estar dentro, soy diferente, ‘foriata’, aunque ahora ya se han acostumbrado», afirma.
Ovetense, criada en la ciudad y sin otro vínculo con la agricultura que el de su abuelo –«tenía una huerta por afición, era médico»–, estudió Arquitectura en la Universidad de Navarra hasta el quinto curso. Luego se fue a un pueblo del valle de Arce siguiendo a unos amigos. «Allí adquirí conocimientos y alguna experiencia. Cuando volví a Asturias para empezar, fue difícil: sin casa, ni tierra, ni dinero, lo tienes todo en contra», evoca.
Encontró un empleo en las oficinas de la empresa que construía la variante del Huerna: «Con una nómina, pude pedir un préstamo y, como trabajaba aquí, me quedé en este valle. Las huertas son cedidas, no es mucho terreno, una hectárea. Lo que se produce se vende. Empecé llevándolo a una tienda de comercio justo en Oviedo, después en grupos de consumo. Hago reparto a domicilio, les pido un compromiso mínimo conmigo. Ahora, con la subida del combustible, he tenido que poner un precio de porte», explica.
El año pasado, animada por sus clientas («lo son la mayoría»), decidió reunir las anotaciones que va escribiendo con los productos disponibles en un libro: ‘Diario de una campesina’ (Ed. La Fertilidad de la Tierra). En ellas y en las que sigue colgando en su perfil social, Ura La Ura, desvela su vivencia cotidiana en un entorno donde asegura sentirse bien («me gusta; si no, está claro que no viviría aquí»), muy ajeno a tópicos virgilianos: «En verano se ve bonito, pero los inviernos son duros».
Las dificultades –al margen de las propias de la naturaleza, como el ataque de un lobo que la dejó sin sus dos burras– vienen de otros ámbitos: «Es un tema complicado. Todos dependemos del dinero y, en el mundo rural, necesitas tener un empleo o ser emprendedor: lo primero no hay, lo segundo es muy difícil en España. El régimen de autónomos es muy desequilibrado con los ingresos. Hay programas de ayuda que te sirven para pagar la cuota; si no, sería imposible. En el campo no hace falta mucha pasta, con cuatrocientos euros puedes vivir, pero, si pagas trescientos a autónomos, ¿cómo? Y creo que sobran trabas burocráticas. Es lo que pienso».