La capilla de La Atalaya, en la zona desde donde los balleneros oteaban sus presas del siglo XIII al XVIII. / Foto: O. Villa

Reina de los mares. Desde la capilla de La Atalaya, los cazadores de ballenas de Puerto de Vega vigilaban el paso de los cetáceos que con su muerte les daban la vida. No siempre era así…

OCTAVIO VILLA

Navia es mar, y Navia es montaña, y siempre es altura. Al borde del Cantábrico, el balcón que supone La Atalaya, en Puerto de Vega, era el lugar desde el que los balleneros vigilaban la aparición de los cetáceos –habitualmente eran ballenas francas y jorobadas, aunque también cachalotes–. Siempre había un atalayero donde desde 1613 se yergue la capilla del mismo nombre, pagada por Juan Alonso de Navia (un tercio del precio) y los vecinos (el resto) y levantada por el cantero Diego Vallado a cambio de 300 ducados y un matadoiro (un ternero). Hoy la capilla es el centro de un parquecillo de muy agradable paseo en los días soleados y no excesivamente ventosos.

Si los lanchones tenían éxito, el afortunado atalayero que hubiese dado el aviso se llevaba el primer trozo de la captura, que se repartía a pie de puerto según unas estrictas ordenanzas. Puerto de Vega vivía entonces de las barbas de la ballena, como base de ajuares femeninos; huesos que se empleaban a modo de maderos; carne de ballena como alimento, saín (la grasa), como base de iluminación en casas nobles, iglesias y monasterios, y ambargris como peculiar perfume.

Hoy Puerto de Vega recuerda aquellos tiempos, de la misma forma que alberga aún la casa de Antonio Trelles Osorio, en la que Gaspar Melchor de Jovellanos entregó su alma al Señor en noviembre de 1811, tras haber huído de Gijón acompañado de unas 70 personas de relevante condición social en el bergantín vizcaíno ‘Volante’, tras una nueva incursión de tropas francesas en el centro de Asturias.

Puerto de Vega siguió siendo pesquera hasta hoy mismo, sin maquillajes, pero pintoresca. Ahora es también centro de una zona en la que el cultivo del arándano, tiene magníficos exponentes y excelentes transformadores, mientras en los prados aledaños trotan caballos destinados al consumo de carne, recios como los terneros de asturiana de los valles. Y en la transición del mar a la montaña, una fértil rasa en la que comienzan a proliferar ganaderías de vacuno de leche, robotizadas y rodeadas de cultivos de reigrás y maíz, dignas de los nuevos desafíos de los mercados.
De la playa de la capital naviega hasta La Atalaya de Puerto de Vega, una senda costera para deportistas –exigente y hermosa a cada paso–, vuela sobre la playa del Moro o Peñafurada, se interna en Frejulfe y sus 800 metros de arenal salvaje, monumento natural cuyas dunas acogen la excepcionalidad, en todo el Cantábrico, del junquillo salado, erguido frente a las olas y el viento con el mismo tesón con el que, cada agosto, cientos de nadadores compiten en el glorioso Descenso a Nado de la Ría de Navia.