JULIO CÉSAR ZAPICO ALONSO. CARPINTERÍA LA ESCUELA – ALTO LA IGLESIA. PIEDELORO (CARREÑO) – 41 HABITANTES
A escuadra y cepillo. Langreano con raíces en la marina del cabo Peñas, cursó Geografía e Historia y, tras opositar sin éxito, vio en la ebanistería un camino abierto a vivir de un oficio en un entorno como el rural. Lleva casi veinte años especializado en construcción y rehabilitación de hórreos
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Nacido y criado en una barriada de La Felguera (Langreo), Julio César Zapico Alonso siempre sintió más cercano el mundo campesino del que venían sus padres, originarios de Carreño y Gozón. Estudió Geografía e Historia y, tras concurrir a oposiciones para la enseñanza, decidió tirar por otro camino: «Hubo cosas que no me gustaron y aquello iba para largo. Entretanto me apunté a un curso de ebanistería, luego hice otro y vi que se me daba bien», relata. Desde hace casi dos décadas, trabaja en su propio taller, ubicado en la antigua escuela de Piedeloro, y se ha especializado en la construcción, rehabilitación y reparación de hórreos. Es también coautor de los trabajos ‘Arquitectura popular en Gozón. De casas, hórreos y paneras. Aproximación al origen del estilo Carreño’ y ‘Estudio sobre los hórreos y paneras de Bueño, parroquia de San Pedro de Ferreros, Ribera de Arriba’.
«Empecé con chapucillas en casa de mi güelu. Andaba buscando un sitio por la zona rural y mis padres se enteraron que se vendían estas escuelas, las compraron por la casa de la maestra, donde vivo ahora. Este edificio estaba en ruinas, sin techo: mi madre decía que cómo no lo tirábamos para plantar unos manzanales, pero yo vi que podía adaptarse para un taller. Salieron unas subvenciones europeas de Reader y me lancé. Tenía claro que no quería meterme en un polígono industrial», explica Zapico. Comenzó con trabajos de carpintería general, un campo en el que pronto vio pocas posibilidades: «Las grandes superficies acabaron con todo. Hoy en día quedan ya poquísimas ebanisterías. Yo había reparado algún hórreo por aquí cerca y vi que ahí se podía subsistir.
Tuve bastantes encargos hasta que estalló la burbuja inmobiliaria, luego bajó y, desde hace unos diez años, volvió el movimiento. Ahora mismo, casi te diría que estoy apuráu, tengo bastante obra, la suficiente, porque tampoco me interesa crecer más», desvela.
Trabaja en su taller con otro operario y sus principales encargos son reparaciones o restauraciones de hórreos. Aunque es crítico con las ayudas autonómicas para la conservación del patrimonio etnográfico –«no van enfocadas a la gente que más lo necesita ni a los hórreos más antiguos o de mayor interés»–, celebra que hayan vuelto a concederse, con matices: «Tienen la ventaja de que puedes solicitar un año para el tejado, otro para el corredor, un pegoyu…, pero deben tener continuidad y los plazos para la obra, más amplios. Dejan muy poco margen. Y la burocracia hoy estorba, no ayuda. Para trasladar un hórreo, estás año y medio mínimo en trámites. Todo eso tiene que cambiar», opina.
Su visión de la Asturias rural parte de la propia experiencia: «Aquí estoy muy bien. En cuanto pude, escapéme. Ye el mi mundo, pero no quiero convencer a nadie porque luego la gente vien y no sabe a lo que vien. Lo que creo ye que hay coses de antes que pueden valer y son muches les que se pueden producir aquí porque siempre se dieron: ¿pa qué vamos traer una lechuga a mil kilómetros o maíz de sitios donde necesiten regar?, ¿solo porque allí se vende más barato?, ¿y la gente de aquí? Habrá que ponelos a trabayar, los montes a producir. Lo que no tiene sentido es hacer polígonos industriales donde no hay nada o para empresas que lo mismo que vienen se van», plantea con claridad.