JOAQUÍN HERNÁNDEZ. MUSEO TALLER DE LOS TÍTERES LLUGARÍN (SIERO) – 90 HABITANTES
Artesano del guiñol. Teatrero fascinado por el universo de las máscaras, creó en una aldea del centro de Asturias un espacio de trabajo abierto al público que exhibe la milenaria tradición de los títeres
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Fascinado desde que era un chaval por los guiñoles y curtido durante años en la animación teatral de calle, el gijonés Joaquín Hernández siempre tuvo claro que el lugar de la cultura no debía estar solo en los lustrosos auditorios y las grandes ciudades. Formó parte de la compañía Quiquilimón desde comienzos de los ochenta y al final de la década creó la suya propia: Tragaluz. Con ella se estableció en una aldea de Nava poco después para vivir en una antigua escuela rural: «Estaba allí de ocupa con el permiso del alcalde», apunta con humor. En 2010 decidió abrir en Llugarín, una aldea de Vega de Poja, en Siero, su Museo Taller de Títeres, desde entonces un espacio de visita obligada –si el adjetivo es posible en cuestión de disfrute– para quien quiera sumergirse en el mundo mágico de unas creaciones tan antiguas y universales como la propia curiosidad humana.
«Cuando pensé en este proyecto tenía claro que debía ser aquí. Sé que si me hubiese ubicado en Oviedo o Gijón, estaría lleno de gente, pero creo que en los pueblos tiene que haber de todo y aquí hay chigres, ganadería, artesanos de quesos, ¿por qué no un museo? La cultura no debe ser patrimonio exclusivo de las ciudades. Intento que la gente venga y disfrute no solo de la sala, también del entorno, de lo que es una vida en un pueblo y una vida diferente», explica. En la misma finca, a dos pasos por el prau, está la casa donde reside, «con dos bancalinos de huerta». Una ayuda, en su día, de la Consejería de Industria le sirvió para arrancar su pequeña empresa como taller artesanal abierto al público: «Tenía un plazo de tres años para hacerlo viable y me lo tomé muy en serio para conseguirlo». Aquí sigue, más de una década después y una pandemia, aunque lamente que la administración municipal no considere su equipamiento merecedor de subvenciones.
Las visitas guiadas de grupos, los encargos para su obrador de títeres y los talleres que organiza a lo largo del año son las vías de financiación del Museo. «Claro que no es suficiente, me mantengo gracias al trabajo con Tragaluz», revela, mientras retira los cartones que protegen las piezas expuestas, procedentes de los más diversos rincones del planeta: marionetas tibetanas e indonesias, sombras chinescas, máscaras venecianas o adustos ídolos articulados de África, cabezas de gigantes y dragones o teatrillos de papel. «Generalmente se piensa que esto es solo un entretenimiento infantil, pero los títeres aparecen vinculados en múltiples culturas a la religión y a la magia, quien los manipulaba era un intermediario entre los dioses y los humanos, un chamán. En el taller, muestro lo compleja que es su fabricación y cómo se juntan pintura, escultura, costura o su dimensión teatral desde que pueden cobrar vida como personajes», señala.
Hernández evoca el deslumbramiento que sintió en su despertar teatrero al ver a Els Comediants con sus actores dando vida a títeres descomunales y sobre el arraigo de esa cultura en lo popular cita las comedias de Sidros y Zamarrones en Siero. «No solo seduce a los niños, es una magia que sigue asombrado a espectadores de todas las edades. Aquí intento que la conozcan de propia mano».