CERÁMICA NEGRA DE LLAMAS DEL MOURO (LLAMAS DEL MOURO, CANGAS DEL NARCEA) – 25 HABITANTES
Verónica Rodríguez mantiene viva la tradición de siglos de la cerámica negra de Llamas del Mouro. Tanto los usos como la forma de elaboración de las piezas hablan de la historia más remota de Asturias. Hoy es un atractivo para turistas, pero sin casi promoción
OCTAVIO VILLA
Ella cuenta 42 primaveras y representa aún menos. Trabaja con alegría, con la satisfacción pintada en la cara, una satisfacción que nace de un fundado orgullo en el mantenimiento de una tradición que bien podría figurar en la bandera de Asturias, o en su escudo. Verónica Rodríguez es, hoy por hoy, la última alfarera de cerámica negra de Llamas del Mouro.
Para cualquier asturiano que cuente más de cuatro décadas de edad y que haya visitado en su niñez los mercados de localidades como Grado o Pola de Siero, la cerámica negra es una parte de la identidad de la tierra asturiana. Hunde sus raíces en los primeros usos agrarios de nuestra tierra, allá por el sexto milenio antes de Cristo.
Y hoy mismo se puede ver a Verónica cualquier día del verano elaborando esa cerámica en un taller no muy distinto de los de los primeros alfareros: un torno de rueda de inercia, movido por el propio pie de la ceramista. Un horno de leña en el que se cuecen las piezas con plena exposición al humo de madera (responsable, junto con la temperatura, del tono entre gris plata y negro pizarra de las piezas). Y una maestría que a Verónica le fue legada por su abuelo (ella elaboró sus primeras piezas a los cinco años en el mismo taller donde hoy trabaja) y su padre, que aún le echa una mano con sus secretos.
«Aquí había un horno en cada casa», relata Verónica mientras da forma a unas botellas de cerámica que constituyen uno de sus muchos encargos, «pero hoy solo quedamos nosotros. Hubo cerámica negra en Miranda (Avilés) y en Faro (Oviedo), pero el último de los de Faro no tuvo quién siguiese con la tradición y, si no hay familia, la tradición se pierde», afirma Verónica.
Porque hoy por hoy se puede vivir de los oficios tradicionales, básicamente gracias al interés de parte de los turistas, no tanto porque las piezas que se elaboran vayan a tener el uso para el que en teoría están destinadas. Es más un interés etnográfico que hay que saber fomentar para, por una parte, mantener vivos los oficios tradicionales y la riqueza cultural que suponen y, por otra, que esos oficios tradicionales aporten también un atractivo para los visitantes.
La visita a Verónica y su taller tiene lugar una mañana de lunes de verano. En menos de una hora, pasan por el taller dos matrimonios españoles (uno de Madrid y otro, de Bilbao) y una pareja inglesa, que, con los ojos como platos, graban en vídeo a Verónica trabajando en su torno. Y que apenas compran dos piezas, pequeñas y baratas. También se llevan unos cuencos los dos madrileños, que por ese precio visitan el taller en actividad y acompañan a Verónica a ver el horno de leña activo, con su correspondiente explicación, e incluso les muestra la cabaña en la que su abuelo tenía el horno antiguo. No pagan nada por la visita, de la que salen un poco más sabios. Y la cerámica negra se mantiene así, no por las ayudas de ninguna administración: «Bueno, sí, nos pagan algún folleto y algo de propaganda», comenta.
De sus manos, muy literalmente, salen cántaros, ferideras o botías (una pieza en la que se sacaba la mantequilla a la leche), queseras o barreñas, ollas de miel, ollas o tarreñas para el embutido, potes de tres patas de los que se usaban en el llar, vedríos, jarras, botijos… Todo ello habla de un pasado que merece mejor trato y más promoción, del que esta tierra debería estar más orgullosa y mostrarlo a sus visitantes con más intención. El futuro, por hoy, está solo en las manos de Verónica y, tal vez, de su pequeño Martín.