CAÑEDO. PRAVIA  (116 HABITANTES)
Mari Álvarez es la cuarta generación de una familia de molineros en Cañedo, en el valle del Aranguín. El molino funciona al menos desde 1610. Hoy sigue muy en activo, negocio y herencia viva de un mundo que nunca para de transformarse

OCTAVIO VILLA

El tapiego Gonzalo Méndez de Cancio y Donlebún trajo a Casariego las primeras plantas de maíz que crecieron en Europa, en 1604. Aproximadamente por aquel entonces, el molín de La Veiga, en Cañedo, en pleno valle praviano del Aranguín, comenzó a hacer girar sus tres muelas voladeras sobre las soleras en el mismo lugar donde las mismas piedras siguen moliendo hoy muchas toneladas de diversos cereales cada semana.

Y se puede ver. La empresa que hoy encabeza Mari Álvarez, cuarta generación de una misma familia de molineros que en el siglo XIX se hicieron con la explotación, es fiel a la tradición e innovadora en las variedades que muele. Maíz, por supuesto, como a lo largo de más de 410 años, normal y tostado. Centeno y escanda, como siempre (la escanda sigue siendo asturiana), trigo del valle del Curueño, en León, y también garbanzo y arroz. Para ello, el hábil Avelino ha de modificar el hueco entre las muelas ligeramente, de forma que entre más o menos cereal desde la canaleta por la tarabica. A más cereal, mayor es el tamaño del grano de harina resultante.

Y todo, con la única aportación energética del agua del río Aranguín, canalizada y recogida en un depósito que permite un salto de más de tres metros, con el que los rodeznos mueven el sistema de molido. «El coste energético es cero», anota Mari. Buena clave.

Digno de ver, por tradicional, por lo bien cuidado que lo tienen (la última rehabilitación ya fue en el siglo XXI y aún en vida del padre de Mari, Segundo, que fue quien compró el molino, pero con un gusto exquisito y dejando el suelo original, pulido por la propia harina y los pies de los molineros a lo largo de las centurias, a la vista. Tan bella es esta pequeña harinera que durante el verano «casi todos los días tenemos unas cuarenta o cincuenta personas que vienen a verlo».

No les cobra, más allá de la harina que compren, porque no quiere Mari «más líos». A la vista del remanso que el río hace, junto a una gran llanada entre las colinas del valle del Aranguín, al visitante se le antoja imposible que no se haya creado allí un centro de turismo rural con un aula escuela o similar. Pero Mari y Avelino viven «bien con el trabajo que tenemos».

Es más, «durante el confinamiento, el molino estuvo muy activo. Mucho más de lo habitual». Porque, tal vez por intuición, muchos han sido los que han vuelto a elaborar pan y repostería en casa, quizá como una preparación inconsciente para situaciones más duras que puedan sobrevenir. Mari y Avelino lo tienen claro: «El hombre vive del campo, de lo que dan las tierras», y de inmediato subrayan que «en Asturias el campo se dejó perder. Durante el confinamiento vimos lo bien que se puede vivir aquí: tenemos ajos, tomates, pimientos, cebollas, berzas. Patatas ahora no, porque no se puede, pero habitualmente sí. ¿No tengo carne o pescado? Tengo gallinas y huevos. Del campo comes mucho. Solo con maíz puedes hacer casi de todo».

No se equivoque el lector, no se trata de economía de subsistencia. Ni de volver a tiempos de escasez. Al contrario. Se trata de poner en valor con autenticidad una tradición que ha estado a punto de perderse y que confiere al valle del Aranguín, «donde no hace tanto llegó a haber 35 molinos en activo, porque casi cada casa que tenía acceso al río tenía su muela», un especial atractivo. Y una gran producción de harinas, que hoy se venden en casi toda Asturias y en buena parte de León. «Y todo es manual», sentencia, con una tímida sonrisa, Mari.