Foto: Uno de los seis túneles de la ruta del ferrocarril.

Del miliario al ferrocarril. San Tirso de Abres se levantó en piedra y paños, en vega y en camino. Hoy la vieja vía de tren minero es un atractivo camino para senderismo y el valle, una delicia

OCTAVIO VILLA

No cuesta imaginarse a San Tirso de Abres con los casi 2.200 vecinos que llegó a tener en el último cuarto del siglo XIX. Su feraz vega, cuya planicie da nombre a su capital y hace pensar en ricas cosechas, ha sido ambicionada siempre. Rodeada de montes y atravesada por el Eo, que garantiza agua todo el año, se pobló desde el Paleolítico, como demuestran los útiles de piedra tallada que se encuentran en su territorio. De piedra eran las estructuras interiores de la necrópolis tumular que aún hoy es visible en el monte Xunqueira, de la Edad de Bronce. Y pétreas son también las viviendas de la cultura castreña (están identificados los castros de Croas de Salcido, Croas de Castro y Croas de Eilale, los dos primeros en manos privadas y el tercero recién recuperado por la Administración en una permuta tras las concentraciones parcelarias forestales, para recuperarse para ser visitable). Estos castros, todos en zonas elevadas sobre el valle, muestran una división de funciones. Salcido estaba destinado a la agricultura y la ganadería. Eilale, a la extracción de mineral de hierro, y El Castro, a su transformación en metal y herramientas.

En piedra se construyeron y señalizaron también las vías con las que Roma dio servicio a un territorio del que se sacaban cultivos, ganado y minerales. El sincretismo religioso al que llevan los siglos dio, en el caso de San Tirso, lugar a una curiosa costumbre. En El Llano (o O Chao, en asturiano vernáculo) se elevan dos templos muy queridos por los vecinos: la iglesia de San Salvador, del siglo XIV, y la capilla do San Juan, del XIII. Más pequeña, su ubicación le da poderío –y poder– desde la era castreña. En su ábside se conserva un misterioso cilindro de piedra junto a un hueco en la pared, y la antigua costumbre, hoy en desuso pero no del todo olvidada, era frotar el cilindro pétreo para generar un poco de polvo de piedra que, al ser esparcido por la frente, meter la cabeza en el agujero y rezar una mixtura de oraciones, en la creencia de que remediaba migrañas y sanaba de otras enfermedades de la cabeza. Por cierto, el cilindro era (es) un miliario romano, con el que se marcaba en una vía el número de millas desde su inicio.

Triple jurisdicción
En piedra se levantó el monasterio de Meira, lucense, que en 1172 se hizo con la mitad del territorio de San Tirso. De piedra fue el palacio de Arroxín, propiedad de los condes de Altamira. Uno de los condes, Lope Moscoso, pagó 672.000 maravedíes por el coto de San Tirso –excepción hecha de la parte de Meira– en 1537. Y Felipe II, en 1579, vendió a los vecinos el territorio de nuevo, obteniendo así el título de villa y la posibilidad de nombrar jueces y regidores, pero estando aún obligados a pagar diezmos a los monjes y al conde.

La piedra, el mineral siguió dictando su ley sobre este territorio en los siglos siguientes, y ya en el XX el ferrocarril unió a través de San Tirso a Ribadeo con Villaodrid y A Fontenova, donde el mineral se transformaba en hierro. Hoy es una senda cómoda e interesante con seis túneles diferentes en materiales y en diseño, todos impresionantes, a la vera del Eo. Y quien quiera completar esa ruta con otra algo más exigente tiene a su disposición la de Os Pañeiros, así nombrada por la industria de paños y telas que en el siglo XIX daba empleo a más de un centenar de vecinos. Con ella se completa una circular accesible para toda la familia, y todo el año.