BIRDWATCHASTURIAS – CELORIO (CANGAS DE ONÍS) – 17 HABITANTES
Joaquín López y Arantza Marcotegui dejaron la ciudad hace apenas seis años, pero hoy son algo más que unos guías de naturaleza. Viven el territorio, se han convertido en parte de su savia

OCTAVIO VILLA

Viboli está en el cielo. O en lo más duro de las montañas. Se sube allí desde el desfiladero de Los Beyos, todo un espectáculo de caliza excavado por el Sella en su curso alto. El pequeño río Viboli ha horadado una foz aún más estrecha y muy empinada, por la que hace algo más de medio siglo se construyó una trocha «para sacar la madera del bosque de Peloño, porque la madera importaba más que los vecinos», que hace cuatro décadas se asfaltó… más para permitir la salida que la entrada.
Lo cuenta Joaquín López mientras subimos a Viboli rezando para que el coche, tan ancho como la pista, no pise en falso en alguna curva… y fascinados por el paisaje. En el desvío hacia Casielles (24 curvas en zigzag para llegar a donde apenas queda un vecino) un árbol ha caído y corta el paso. La mitad de los habitantes de los dos pueblos (tres) están tronchando el tronco para abrir el paso. Porque allí no hay cobertura de internet. No hay servicios de urgencia, o casi. Si vives allí, aprendes a sacarte todas las castañas del fuego.

Joaquín sube allí como guía turístico, como biólogo especialista en aves, como referente para los visitantes que quieren conocer lo que queda de la vieja Asturias rural. Cuenta, por ejemplo, que «antes de la pista para sacar madera, de Viboli y Casielles se bajaba por unas tablas colgadas en la roca viva, y por eso a la foz se la conoce como ‘de los andamios’». Y el visitante viaja en el tiempo con esa dura imagen, que le prepara para llegar a Viboli, «la aldea gala de las montañas». Hoy quedan cinco habitantes. Hace unas semanas murió en un accidente maldito, cortando unas ramas de una castañal junto a su casa, el más joven del pueblo, Ramón Foyo, de 55 años. Y duele. Las conversaciones en Viboli de Abajo son todas sobre Ramón y «su disposición a ayudar siempre. Podías enfadarte con él y, si necesitabas ayuda a los cinco minutos, ahí estaba él el primero», cuenta Simón, el último vecino que vio a Ramón «apenas dos minutos antes del accidente», con ojos acuosos.
Subir a Viboli, a ver el pueblo de los hermosos hórreos beyuscos a dos aguas, de los buitres clavados en el cielo, o de los bosques verticales e infinitos, es solo una de las muchas actividades que han creado Arantza Marcotegui y Joaquín López, «que hace seis años decidimos cambiar el asfalto y las prisas por campo y tranquilidad». Cuenta Joaquín que su idea es «vivir del turismo, con actividades de observación y fotografía de fauna y naturaleza». Una de ellas es el descenso del Sella media hora por delante de los primeros canoístas, observando aves en las riberas y «prácticamente sin remar». La sensación es mágica, muy diferente de la del turismo masivo que minutos más tarde toma todo el cauce del río.
Colaboran Joaquín y Arantza con el Parador Nacional de Cangas de Onís y con muchos alojamientos de la zona. Lo suyo es una oferta que permite al viajero conocer, si no a fondo, sí en una interesante profundidad la riqueza biológica, geológica, paisajística y cultural del territorio, y que también ayuda a otros vecinos, como las panaderas de Santillán o algunos queseros que van a visitar. De hecho, a Joaquín le duele «que, cuando subimos a Viboli, de las visitas no les queda nada tangible a los vecinos, que se dedican a la ganadería».
Algo queda. El interés y el conocimiento de formas de vida que se van extinguiendo. Por modos de relacionarse con el entorno. Joaquín lo resume: «Hay que conservar la memoria oral, los saberes de nuestra aldea». Tantas historias, tantos secretos…