ARTESANÍA LA MAEDA (ORTIGUERO, CABRALES), 89 HABITANTES
Un museo-tienda. Antonio Vega lleva 38 años en Asturias, dedicado sobre todo a la artesanía, con intensos tintes etnográficos. La suya es una tienda inusual, que merece una reposada visita para viajar por el mundo

OCTAVIO VILLA

Es barcelonés. Quedón, simpático y con mucho mundo. Es asturiano por adopción, a caballo entre Onís, donde vive, y Cabrales, donde tiene su negocio. «Enamorado del verde», como su compañera, decidieron dejar Barcelona y su taller de cerámica en plena Transición, y se vinieron al oriente astur. Tres años siguieron, tirando solo de su propia cerámica, en mercados y eventos, pero pronto vieron que había que ampliar o morir, y crearon Artesanía La Maeda.

«No es una tienda de souvenirs. Aquí no vendemos dedales chinos con el cartelito de ‘recuerdo de Asturias’», dice Antonio Vega. 66 años muy juveniles que él achaca a «vivir en este paraíso. Mis amigos de Barcelona están muy machacados». Pues si no es de souvenirs, ¿de qué es esa casa añil que sorprende al ojo al llegar a Cabrales por el alto de Las Estazadas? Observen. En el aparcamiento, un carro del país con su zardo de varas de avellano es una declaración de intenciones, subrayada por la habitual presencia en el exterior de la tienda de tinajas de cerámica, una artesa de madera, jaulas para pájaros de mil formas o una puerta de madera procedente de Mali. Con todo, «los asturianos no suelen parar, piensan que vendo lo mismo que las tiendas de recuerdos. Los que paran, se sorprenden».

Porque el modelo de negocio de Antonio es otro. En lo asturiano, «tengo artesanía de 25 o 30 artistas asturianos, todos ellos sorprendentes por los materiales empleados y los efectos conseguidos. De joyas de quiastolita del occidente («que elaboran unos alemanes que dicen que los asturianos ‘dan patadas al dinero’») o azabache a reconstrucciones minuciosas de hórreos. En lo internacional es donde vienen las mayores sorpresas y el quid del negocio de Antonio. Para empezar, lleva 35 años viajando por el mundo durante varios meses al año, comprando aquí y allá elementos con un marcado peso etnográfico. Imposible enumerarlo todo aquí, pero en su tienda se puede ver un arcón de dote de la India, un ‘kangling’ –instrumento chamánico– tibetano, una enorme vasija de cerámica de Burkina Faso, que él llama «la gordita», empleada allí como almacén de patatas, una lanza de guerra de Kenia, unos cuchillos ‘kukri’ del Ejército nepalí y unas cantimploras de madera búlgaras para la ‘rakia’ (un licor tradicional).

Todo eso lo vende Antonio durante tres meses al año, del 1 de julio al 30 de septiembre, «porque es cuando hay turismo en esta zona, el resto del año no merece la pena abrir». Pero todo eso también lo ama Antonio, por más que no trate de ocultar que «si vendo estos elementos es porque son mucho más rentables que la artesanía europea, incluso después de pagar todo lo que hay que pagar para traerlos en aduana». Se le ponen ojos soñadores, sin perder el brillo pícaro, cuando relata cómo en el norte de Tailandia le compró «a una campesina de edad indefinida este tocado –una pieza que combina tejidos, metales, conchas y mil técnicas tradicionales–», o cuando explica cómo se construye un sitar hindú o se elabora un collar de conchas monetarias de Papúa Nueva Guinea y sus diversos usos. Porque respeta eso, la historia de cada cultura: «No se pueden perder los oficios tradicionales, son nuestra cultura».