EBANISTA – VIEGU (PONGA) – 58 HABITANTES
Antonio Cuadriello se convirtió en un afamado ebanista en Barcelona, donde emprendió negocios con éxitos y fracasos. De vuelta a Ponga, se siente libre para crear inspirándose en Gaudí

Partió de Viegu hacia Barcelona con solo quince años, persiguiendo un futuro más alentador que el proporcionado por el campo asturiano en la década de los cincuenta. Al mismo pueblo pongueto le devolvieron los giros de la vida, ya al borde de los sesenta años y en busca de una salud perdida por los reveses laborales que pueblan el camino de todo emprendedor. Porque Antonio Cuadriello lo fue mucho antes de que se acuñara el término y encarna como nadie esa filosofía de que el fracaso entraña siempre nuevas oportunidades. A punto de cumplir los ochenta, su mirada aún se ilumina al recordar sus primeras andanzas por una tierra a la que llegó sin formación y de la que salió convertido en un afamado ebanista. «Tuve la suerte tan grande de llegar un miércoles y el lunes siguiente ya tenía trabajo en el mejor taller de Granollers, donde hacían muebles Luis XV, isabelino, castellano, barroco…», enumera. Enemigo del conformismo, siempre en busca «de más», cada «cinco años iba cambiando de sistema», lo que le llevó a pasar por distintas empresas y a fundar las suyas propias.

En Cataluña tuvo tienda de muebles de importación y una fábrica de 2.500 metros cuadrados de la que salían sus propios diseños. «Nunca hice mueble en serie, todo de encargo para gente con pasta, aunque nunca me importó el dinero», cuenta. «Por ese desapego a lo económico nos fuimos a la ruina total», analiza ahora con la experiencia de los años sobre aquel negocio familiar iniciado con la ilusión de trabajar junto a sus cinco hijos. «Lo tomo de risa pero no lo es, porque hasta el piso nos quitaron. Me empecé a poner nervioso, la tensión por los topes y tuve un ictus», explica. Lejos de rendirse, comenzó de nuevo en un pequeño taller, donde continuó hasta recibir el ultimátum del médico: «Me dijo: ‘Antonio, o te vas para Asturias o no te jubilas’. Me faltaban seis años». Así, hace 22, emprendió el camino de vuelta a Viegu acompañado de su mujer, Montse. En su pueblo natal rehabilitaron una casa y compraron una cuadra que transformó en taller. «Tenía un encargo de sillas para una arquitecta catalana, pero no me veía capaz», confiesa. Optó entonces por recurrir a un vecino carpintero, Javier Gallinar, quien le «ayudó muchísimo». «Empecé a coger trabajo y me recuperé estupendamente bien, también los clientes me ayudaron», agradece.

En uno de sus discursos más célebres, el paradigma del emprendedor, Steve Jobs, expuso la teoría de que los puntos se unen hacia atrás. Y eso le ocurrió a Cuadriello al regresar a Viegu, donde la devoción surgida por Gaudí en sus años por Cataluña se transformó en impulso creativo y sanador. «Allí empecé a ver mucho de Gaudí con una decoradora con la que trabajaba. Cuando íbamos a tomar medidas o a llevar un presupuesto a Barcelona, comíamos rápido para ir a la casa Batlló, a la Sagrada Familia… Yo me decía: ‘Esto lo tengo que hacer yo’, pero hasta que estuve en Asturias no empecé a trabajarlo». Lo hizo primero «poniendo detalles, sin los clientes pedirlo», y terminó dejando el sello del máximo exponente del modernismo por casas de Unquera, Tereñes o Següencu. A la pregunta de por qué esa veneración por Gaudí, este pongueto de acento catalán muestra por toda respuesta cómo se le ‘respiga’ la piel. Pronto se recompone, como acostumbra en la vida, para mostrar las sillas de estilo ‘gaudiano’ que tiene empezadas y que no avanzan al ritmo que le gustaría por una pandemia que le ha bloqueado. Por el momento va por tres y debe llegar a cinco porque serán, cuenta, la herencia que dejará a sus hijos.