ANA MORENO ARTESANA TEXTIL Y JULIO ALBARRÁN FOTÓGRAFO- ARBOLEYA (CABRANES) – 35 HABITANTES
Neopaisanos. Él, documentalista gráfico y audiovisual, y ella, editora reinventada en tejedora, dejaron Madrid para venirse con sus dos niños a una aldea asturiana tras sentir que «la ciudad se nos quedaba pequeña»

PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA

Hace algo más de dos años la brújula de Ana Moreno y Julio Albarrán apuntó obstinada desde el barrio madrileño de Tetuán hacia Asturias. Acababan de pasar el confinamiento de la dura primavera del 2020, pero llevaban tiempo ya barajando la idea de abandonar la urbe con sus hijos, –entonces de 2 y 6 años– para instalarse en el campo. «Sentimos que la ciudad nos saturaba, no daba más de sí para nosotros, se nos quedaba pequeña», expresa ella ahora, en la antojana de la casa de Arboleya que alquilaron casi a ciegas desde Madrid y donde residen desde entonces.

Él, sevillano formado en Londres, fotógrafo profesional especializado en documentar eventos y procesos artísticos o empresariales, sigue desarrollando aquí su trabajo digital o desplazándose eventualmente fuera de la región a realizar sus encargos. Para su compañera, ‘gata’ de pura cepa, licenciada en Bellas Artes, el giro fue radical: dejó su empleo como editora de publicaciones científicas en la Universidad Complutense de Madrid para reinventarse en una aldea asturiana como tejedora (tiene su propia marca de prendas: La Nieta Art) y desarrolladora de tejidos naturales para diseñadores de alta costura. «Decidimos probar, realmente no teníamos muy claro si nos íbamos a adaptar familiarmente. Hoy tenemos claro que no nos movemos de aquí», afirman entre risas sinceras.

Uno de los empujones definitivos para reafirmar la decisión que tomaron en su día de irse al medio rural lo percibieron en uno de sus últimos viajes a Madrid con los niños. Estaban en casa de unos amigos y la pequeña, de cuatro años, de pronto les anunció que se iba a jugar a la calle. Vieron entonces el abismo que separaba dos mundos: uno donde eso era lo cotidiano y otro donde resultaba inconcebible que una niña de pocos años saliera sola a jugar en la vía pública. «Ella nos decía, la pobre: ‘De verdad que no me muevo de la acera’. Costó convencerla de que esa no era buena idea en una ciudad», relatan. La tranquilidad de saber que sus hijos pueden irse sin peligro a la plazuela del pueblo «y volver merendados» –afina Ana–, es uno de los factores esenciales del concepto de calidad de vida para la pareja. Y añaden otros más: «Que se críen aquí con esa libertad es un privilegio y también el tipo de educación que reciben en un centro público rural a través de proyectos y en un aula con once críos. Algo económicamente inviable para nosotros en Madrid».

Ambos destacan la buena acogida que tuvieron en Arboleya desde su llegada. En ese tiempo pudieron comprobar cómo «treinta y cinco vecinos, los de un edifico cualquiera en la ciudad, gestionan una aldea y la mantienen cuidada, también el monte, eso exige trabajo de todos». Por ello creen que «no se puede venir al campo solo a teletrabajar, hay que implicarse en la comunidad, echar una mano, comprar en las huertas locales. etc. Es necesario ese ‘feedback’, no puedes encerrarte en tu casa y limitarte a decir ‘buenos días’ a la gente», opinan. En una zona con notable asentamiento de familias neorrurales –ellos prefieren el término ‘neopaisanos’–, ven una pista para la revitalización del campo: «Niños llaman a niños, debe dotarse de recursos a las escuelas rurales y dar alternativas en servicios básicos, vivienda, empleo a quienes viven allí o quieren venirse». Ana y Julio, afirman que lo han hecho «para quedarse».